Eran alrededor de las tres de la tarde y el cielo lloraba con gran intensidad. Las calles lucían como pequeños lagos y el trayecto de la universidad a la parada de carros públicos era toda una travesía. Las sombrillas parecían platillos voladores y los negocios fungían de refugios a los transeúntes.
La voz cansada del control de la parada de carros públicos era lo único que se distinguía entre el estruendo del aguacero cayendo. En el Cruce de Manoguayabo el paletero recogía su mercancía con cara de angustia y sin esperanza de venderlos.
Del otro lado se observaba una joven con los zapatos que parecían estar cubiertos de chocolates y los papeles que tenía en las manos se derretían con la lluvia. El vehículo estacionado a la espera de completar a los pasajeros y el chofer aprovechaba para quejarse de los políticos.
El sonido del motor espantó a los que abordaban aquel pedazo de chatarra que con gran esfuerzo se ponía en marcha. La incomodidad era evidente entre los pasajeros, adentro llovía más que afuera y los reclamos no se hicieron esperar.
Una señora trataba de subir el pedazo de cristal que aun quedaba en la puerta, el joven asistiéndola y la muchacha buscando entre su cartera una funda plástica para utilizarla como gorro de baño ante el aguacero.
Segundos después las personas estaban intercambiando sus puntos de vistas y buscando culpables sobre la situación del país. El dinero volaba por encima de las cabezas y el olor conforme avanzaba el tiempo era semejante a una granja avícola.
Mientras en Pintura, los expertos del transporte en “Dos ruedas” daban la bienvenida a sus pasajeros con el fin de ganarse los chelitos, que luego servirían para pagar el préstamo del motor.
Sin ningún tipo de protección los motoconchos se adueñan de las aceras porque al final del recorrido lo importante para ellos es recibir una moneda.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario